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El ‘hombre de Piltdown’, los ‘gulags’ de la genética y la broma de Asimov

El hombre de Piltdown, los gulags de la genética y la broma de Asimov

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I. G.
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granada. El fraude de Hwang no es el primero de la historia, ni mucho menos. De hecho, el recorrido de la ciencia está jalonado de éxitos (los más) y también algunos engaños. Acaba de saberse que un científico noruego falsifió los estudios que publicó en varias revistas científicas en los que descubrió que el uso de antiinflamatorios reduce el riesgode cáncer de boca en fumadores. Los 908 pacientes tomados como ejemplo sólo existían en su imaginación.
No todos los fraudes afectan al competivo ámbito de la biomedicina. Cualquier disciplina científica está expuesta al engaño, entre ellas las Matemáticas o la Física. Uno de los casos más recientes es el del físico Jan Hendrik, que, con sólo 32 años, publicó en la década de los noventa del pasado siglo más de 80 artículos en las revistas más prestigiosas. Ninguno de sus colegas pudo repetir sus resultados, y al final se descubrió que los había inventado.

Entre los fraudes más famosos se encuentra el de Charles Dawson, un geólogo aficionado que, en 1912, presentó a la comunidad científica el cráneo de lo que él consideraba el eslabón perdido entre el hombre y el mono, que pasó a la historia como el hombre de Piltdown. Esto se aceptó durante 40 años, hasta que en 1952 se descubrió que Dawson había unido, parece que de forma muy verosímil, el cráneo de un hombre con la mandíbula de un orangután. Según Manuel Fernández, profesor de Historia de la Ciencia en la Universidad de Granada, Dawson quería apoyar las tesis evolucionistas de Charles Darwin, entonces, como ahora, cuestionadas por los sectores religiosos.

Fernández recuerda otro fraude chapucero, que, al ocurrir tras la dimisión de Richard Nixon como presidente de los EEUU, se conoce como el Watergate de la ciencia. Summerlin, jefe de Inmunología de Transplantes del Instituto del Cáncer de Nueva York, publició que había conseguido transplantar piel de ratones negros en ejemplares blancos, lo que probaba una técnica que había desarrollado y que, supuestamente, evitaba los rechazos en los transplantes. Posteriormente, se comprobó que había pintado de negro los ratones blancos.

En este caso, como también en el caso de Hwang, el investigador utiliza un fraude para dar respaldo a una teoría que él cree válida o para ganar tiempo en sus investigaciones. Algo similar le ocurrió al científico soviético Lyssenko, pero su caso es peculiar al mezclarse con el poder político. Lyssenko alcanzó notoriedad gracias a un fraude en unos estudios agrícolas durante un periodo de crisis en la URSS, comenta Fernández. A raíz de esto Stalin lo ascendió a las más altas instancias, desde donde controló la política científica de la URSS manteniendo una curiosa teoría: en su opinión, la herencia genética no puede encerrarse sólo en los cromosomas, sino que implica a toda la célula, algo que, además, era más coherente con la doctrina comunista. Lo peor es que persiguió policialmente a los colegas que no compartían su criterio y alguno, según Fernández, llegó a visitar las cárceles de Siberia.

Hay otro tipo de fraudes que no buscan el prestigio ni el reconocimiento de la propia teoría, sino que ponen de manifiesto lo absurdo del sistema científico y la falta de un juicio crítico a la hora de aceptar un estudio: un joven Isaak Asimov publicó, en una revista menor, un artículo totalmente falso en el que incluía una conclusión imposible. Nadie se dio cuenta, e incluso despertó el interés de sus colegas.

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