juan antonio estrada catedrático de filosofía de la universidad de granada
Dos teologías en Semana Santa
@ Envíe esta noticia a un amigo
OH, la saeta al cantar al Cristo de los gitanos, siempre con sangre en las manos, siempre por desenclavar! ¡Cantar del pueblo andaluz que todas las primaveras anda pidiendo escaleras para subir a la Cruz! ¡Cantar de la tierra mía, que echa flores al Jesús de la agonía, y es la fe de mis mayores! ¡Oh, no eres tú mi cantar!¡No puedo cantar, ni quiero a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en el mar! (A. Machado). La cruz como símbolo de muerte y sacrificio, el Jesús caminante y aventurero como modelo de vida. Esta contraposición de Machado impregna la pasión, porque la cruz es ambigua, como la celebración de la Semana Santa.
Por un lado está la cruz fatalista. Dios quiere sacrificios por los pecados y la cruz expía y redime. La muerte de Cristo es el último de los sacrificios, porque es el más perfecto. Queda legitimado para siempre el sacrificio, y con él el sufrimiento y la muerte, como la mediación para reconciliarse con Dios. Se lee la muerte de Jesús desde la clave de los sacrificios del templo judío, a los que suple. A partir de ahí prolifera una ascética de renuncias, ascéticas y mortificaciones. Surgen los ecce homos y las cristologías atormentadas de la piedad popular. La cruz, la cual se convierte en el centro de los sermones que jugaron un papel decisivo en las cofradías desde la época tridentina.
En este contexto, la imagen de María sirve para contrapesar la cólera divina como abogada que intercede por nosotros. Cuanto más dura y exigente es la imagen de Dios, tanto más cercanas las figuras de Cristo y María. Por eso, el pueblo se identifica con la opresión de Jesús y la humillación de María, en los que ve reflejada su propia experiencia colectiva de sufrimiento. La mayoría de las saetas se dirigen a Cristo o a la Virgen, casi nunca a Dios. Son una oración, pero también expresión ante Dios del propio dolor del que reza y canta.
Junto a esta teología de la Semana Santa, que diviniza a Cristo y a María a costa de un Dios severo, inhumano, que sólo se aplaca con sangre, hay otra teología de la cruz, que cambia el significado de los sacrificios. Ni Dios ni Jesús quieren la cruz, sino la salvación del pueblo que pasa por la liberación de los pobres y ponerse al lado de las víctimas y de los oprimidos. Es el final de la religión sacrificial, de postergar el ser humano a mayor gloria de Dios. Dios no quiere que nadie sea asesinado, mucho menos en su nombre. Esto es lo que no comprendieron las autoridades religiosas judías, ni los cristianos que siguen leyendo la pasión en clave del Antiguo Testamento. El único sacrificio que Dios quiere es la solidaridad con los Crucificados de la historia y la sociedad, y Jesús paga esa empatía con su propia vida. La cruz es el signo de la solidaridad de una vida entregada a los otros. Es el final de la religión que inmola el hombre a Dios, denunciando así a la autoridad religiosa que mata, como hizo Jesús. Esto lleva consigo, la persecución y la muerte, precisamente a manos de los piadosos, de los celosos de Dios y su ley. El Crucificado y la Dolorosa de Semana Santa son víctimas de una religión inhumana, que busca el honor de Dios con el sacrificio humano, y de los poderes de la sociedad que asesinan al mesías defensor de los pobres.
Las dos teologías subsisten en la historia, aparecen en Semana Santa y se reflejan en los ritos. Es la lucha entre la religión basada en la muerte expiatoria y la que genera vida; la que pone el acento en la moral, el pecado y la cólera divina, y la que hace de la justicia y la solidaridad la clave de la vida y de la relación con Dios. Se asume el sufrimiento desde la vinculación a Dios y a los otros, y de ahí surgen el testimonio y el martirio. Y ese sacrificio es agradable a Dios y cuando la cruz se entiende así determina la vida. Es lo que han hecho muchos cristianos a lo largo de la historia, como monseñor Óscar Romero, que fue asesinado hace 25 años, un 24 de marzo, celebrando la eucaristía (memorial de la pasión) después de haber pedido a los soldados salvadoreños que desobedecieran a sus jefes militares cuando les ordenaban matar a campesinos y víctimas inocentes. Fue una denuncia en Semana Santa que pagó con su muerte, se sacrificó por su pueblo y asumió la cruz. Fue sensible a la injusticia y desde su conservadora teología y religiosidad inicial fue abriéndose a una teología de la cruz distinta de la inicial.
El misterio del dolor y de la muerte encuentra aquí una síntesis tensa y compleja. La cruz no es causada por la voluntad de Dios, sino que es una consecuencia del compromiso con el hombre. Desde esta perspectiva, Dios no salva sin el hombre, sino desde él. Jesús (y también Óscar Romero) es fiel a Dios y a los demás al no apartarse de su compromiso libertador, a pesar de que le cuesta la muerte. Hay aquí una relativización de la muerte, que no es evitarla a toda costa, pero no un culto al dolor ni un conformismo pasivo con la cruz, como si fuera eso lo que Dios quisiera, sin más. Este es también el mensaje de la Semana Santa y el de Óscar Romero, obispo de San Salvador, asesinado por su amor a Dios y a su pueblo.