Inicio / Historico

Castillo de libertad

PUEDE resultar extraño hablar de «castillo de libertad». ¿Contradicción en los términos? Si la palabra «castillo» lleva connotaciones de fortaleza inexpugnable y cierre defensivo, habrá que decir también que la libertad necesita baluartes. ¿Cómo, si no, defender logros liberadores de los ataques de los enemigos de la libertad, tan abundantes? Porque, aun disfrutando de libertades, es contagiosa la querencia por la servidumbre. Afortunadamente, no faltan personas capaces de ser diques contra el conformismo inducido por el miedo a la libertad, así como conciencia crítica en o frente a instituciones proclives a exaltar la obediencia como máxima virtud y el poder como valor absoluto. Una de esas personas es José María Castillo, Pepe Castillo para sus próximos, reputado teólogo más allá de nuestras fronteras nacionales y religiosas, cuyo apellido, precisamente por su condición de hombre libre y liberador, da pie a la metáfora con la que arrancamos para hablar de él y su obra.

Ya hay quien en estas páginas ha escrito de él con motivo del Doctorado Honoris Causa con que la Universidad de Granada le ha homenajeado. Me sumo, tras el acto de investidura, a lo expresado por Juan A. Estrada contextualizando el pensamiento de Castillo en la teología contemporánea, así como a la exposición de méritos hecha en la investidura por el profesor García Casanova, sobre la que abundó el Rector de la Universidad. Ellos recogían el sentir de la comunidad universitaria acerca de la valía de la obra intelectual de quien, más allá de las creencias de cada uno, merece el reconocimiento de una institución laica que se hace cargo de la relevancia de un discurso teológico enhebrado a lo largo de toda una vida. En él están presentes el rigor, el diálogo con otros saberes, la atención a los problemas de nuestro tiempo, las contradicciones de nuestra sociedad, el servicio a quienes en ésta llevan la peor parte y, por supuesto, el testimonio de unas convicciones profundas que son las que a Pepe Castillo le vinculan a esa comunidad que es la Iglesia, a pesar de no haber recibido por parte de sus representantes institucionales el trato que debía de habérsele dado. Es destacable paradoja que una institución civil vehicule el reconocimiento social ganado por un teólogo al que las instancias eclesiásticas le hurtan el reconocimiento debido. Sin embargo, tal paradoja no es sino reflejo de la tensión entre una sociedad secularizada, con sus contradicciones y miserias, pero donde caben la pluralidad y el diálogo, y una Iglesia replegada sobre sí misma, con serias dificultades no sólo para transmitir el mensaje que es su razón de ser, sino incluso para mantenerlo con la vitalidad exigible. Ésa es la tensión entre cuyos polos se ha situado Castillo a lo largo de su trayectoria.

Oyendo en el crucero del Hospital Real el magnífico discurso de nuestro Honoris Causa, con esa voz diáfana en la que vuelca la energía que le acompaña, incluso siendo ya octogenario, me inundaron recuerdos de las clases magistrales que Castillo impartía en la Facultad de Teología de Granada, hasta que las presiones vaticanas obligaron a la Compañía de Jesús a apartarle de la docencia. Me ratifiqué en aquello que pensé en mis juveniles años de formación: no sé cuando se cayó del caballo, pero este Castillo, como Pablo de Tarso, es un gran teólogo de la libertad que, liberando conciencias de oxidados grilletes de moralina, abre las puertas de un compromiso ético reasentado sobre la memoria del Crucificado, rescatándolo del secuestro a manos de falsas imágenes de Dios construidas por una Iglesia transmutada en organización clerical.

Como Pablo en el Areópago, hablando a los atenienses del «Dios desconocido», Castillo en la Universidad reafirmó el valor de una teología sin falsas teodiceas, fiel a la trascendencia de un Dios que no debe traicionar con idolátricas imágenes. Estamos en nuestra inmanencia y en ella no cabe esperar revelaciones divinas donde no las hay. Frente a las alienantes imágenes de un Dios que nuestros conceptos han situado entre la impotencia y la violencia, el compromiso de la fe es responder con nuestro comportamiento a los otros que nos interpelan, a veces desde la soledad y el desvalimiento, y siempre exigiendo justicia y reclamando amor. Castillo acabó citando el dicho de Jesús refiriéndose al juicio de Dios recogido en el capítulo 25 del evangelio de Mateo: «cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis»: la humanización de Dios de la que hablan sus últimos libros. ¿Recordar eso es la disolución de la teología? Creo que no; todo lo contrario.

Descargar