LA Universidad de Granada aspiraba a entrar en el club de la excelencia internacional pero sólo ha logrado pasar el corte, dejar de ser «prometedora» y situarse en la segunda división. No reconocerlo sería tan osado como no tomar nota, por segundo año, del mensaje del Gobierno y del comité de expertos que han evaluado los 22 proyectos que concurrían a la convocatoria del CEI: la consigna de fusiones que han impuesto los mercados no es exclusiva del sistema financiero. Las alianzas estratégicas, con otras universidades (o no), con empresas, con centros de referencia, son clave para ganar competitividad y, en nuestro caso, para mantener el prestigio de cinco siglos de liderazgo.
Hay que comunicar mejor, sí, pero también «hacer autocrítica» (como confesó el rector al conocer el fallo del jurado) y reforzar el proyecto BioTic con que competía la Universidad. No es un fracaso tener el sello de excelencia regional, pero es una categoría que no se corresponde ni con la dimensión de la institución, ni con el nivel de sus docentes e investigadores ni con el impacto de su producción científica. Y no debería entenderse desde una perspectiva política ni territorial. Las universidades de Sevilla y Málaga han sido capaces de poner fin a décadas de rivalidad y concurrir con un proyecto conjunto (Andalucía Tech) que ha logrado el CEI elevándose como ejemplo de vertebración y construcción de la identidad andaluza. El trabajo, sin embargo, empieza ahora: el examen será en 2015 y hay que cumplir los objetivos (principalmente científicos y académicos) porque será sinónimo de prestigio, de atracción de estudiantes y de captación de talentos. Las universidades deberán mostrar su potencial docente e investigador, su vinculación con el tejido productivo del entorno y su capacidad para transformar, desde la innovación, sus zonas de influencia. La UGR, en este escenario, puede conformarse con ser buena o luchar por estar entre las mejores. Lo decía hace unos días el Rey en la apertura del curso universitario: «De nuestro sistema educativo depende, ni más ni menos, que el futuro de España. Y «no basta con que el sistema universitario español esté entre los buenos; debe estar entre los mejores».
Para alcanzar tal ideal aprobó el Gobierno el año pasado el programa del Campus de Excelencia. Y, efectivamente, es una forma más que justa de incentivar a las universidades con un reparto de fondos que no termine financiando el gasto corriente. Pero realicemos una advertencia: si continúa el ritmo de ‘compensaciones’ que ha imperado en las dos primeras convocatorias, (casi) todas las universidades españolas terminarán siendo un poco ¿excelentes? Preguntémonos, por ejemplo, qué ha pasado con los centros impulsados por el Plan Andaluz de Investigación (PAI) siguiendo criterios políticos y territoriales. No daremos nombres; basta un indicador: ni siquiera aparecen en las estadísticas de investigación. Ni en cantidad ni en calidad. No existen… Miremos, a continuación, a Cataluña. Sus universidades, públicas y privadas, copan los primeros puestos de todos los rankings. Han sido capaces de sobreponerse al ‘pastoreo’ universitario, lograr cierto grado de externalización de sus centros y atraer a los mejores. Hace años que predican la excelencia por derecho propio.
Hace unas semanas, cuando se publicó el Ranking Scimago 2010, me llamó la atención el liderazgo andaluz y nacional que ocupa la Universidad de Córdoba en Ciencias de la Salud (por delante de la UGR) y hoy me surge una pregunta: ¿por qué no ha contado Granada en su proyecto BioTic con los investigadores de Córdoba y del Reina Sofía? ¿Por qué no lo hace para la convocatoria de 2011? Es una alianza que tiene que ver con la lógica de la ciencia, no con la de los localismos ni con la de los feudos. Y podría ser una oportunidad, por qué no, de estar en el club de los mejores, no sólo en el de los buenos.