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La última monarquía absoluta

josé m. castillo catedrático de teología dogmática de la universidad de granada

La última monarquía absoluta

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MUCHA gente se pregunta en estos días, ¿no debería el Papa dimitir de su cargo estando en las condiciones en que está? ¿No es inhumano que quienes tienen influencia sobre él consientan que siga como jefe supremo de la Iglesia? Juan Pablo II ha dicho que quiere seguir hasta el final. Para ser fiel hasta la muerte, llevando su cruz. Lo cual es ejemplar y heroico. Y no faltan quienes, pensando las cosas desde otro punto de vista, andan diciendo que la responsabilidad es de quienes rodean al Papa, los hombres de la Curia Romana.
Para poner algo de claridad en este complicado asunto, vendrá bien tener en cuenta que:

1. La Iglesia Católica es, no sólo una institución religiosa, sino además un Estado. Constitucionalmente, es una monarquía absoluta o, si se prefiere, una monocracia (Max Weber). El jefe de este Estado es el Papa, que ejerce los tres poderes: legislativo, judicial y ejecutivo ( Constitución del Estado de la Ciudad del Vaticano, art. 1).

2. Según el vigente Código de Derecho Canónico, el Papa tiene una potestad que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia (c. 331). Además, no cabe apelación ni recurso contra una sentencia o decreto del Papa (c. 333, 3). Es más, el Papa no puede ser juzgado por nadie (c. 1404). Y si alguien recurre a un Concilio Ecuménico o a todos los obispos en contra de una decisión del Papa, debe ser castigado con una censura (c. 1372), que puede ser la excomunión, la suspensión a divinis o el entredicho.

3. Los cardenales no tienen ninguna potestad para tomar decisiones sobre el Papa mientras éste vive (AAS 67 (1975) 612).

4. Por tanto, si el Papa está donde está es porque él quiere. Quienes le rodean no pueden destituirlo porque no consta que al Papa se le haya ido la cabeza.

5. El problema más grave, que se plantea ahora mismo, es el del sistema organizativo de la Iglesia. Porque es un sistema en el que todo el poder queda concentrado en un solo hombre. Pero resulta que, en este momento, ese hombre no está en condiciones de ejercer semejante poder sobre una institución a la que pertenecen más de mil cien millones de personas.

6. Es verdad que el Papa está dando un ejemplo heroico en su enfermedad. Pero lo específico del Papa en la Iglesia no es dar ejemplo de paciencia y aguante ante el dolor, sino gobernar, cosa para la que un anciano enfermo, como Juan Pablo II, no está capacitado, si tenemos en cuenta que él concentra en sí todo el poder en una institución de ámbito mundial y con tantos y tan graves problemas como los que hoy tiene que afrontar la Iglesia.

7. Es cierto que el Papa dispone de la ayuda de la Curia Romana para ejercer su cargo. Pero aquí es donde tropezamos con uno de los problemas más complicados del sistema organizativo de la Iglesia. El Código de Derecho Canónico, que consta de 1752 cánones, dedica un solo canon (el 360) a la Curia. En ese canon se dice que el Papa suele tramitar los asuntos de la Iglesia mediante la Curia, que realiza su función en nombre y por autoridad del mismo Papa. Lo que aquí se dice es, por una parte, tan impreciso, pero al mismo tiempo tan generoso con la Curia que, en muchos casos y en asuntos muy graves, no se puede saber si una decisión concreta es decisión del Papa o de algún funcionario de la Curia.

Los problemas que todo esto plantea son incontables. Si pensamos en la Iglesia como Estado, nos encontramos ante la última monarquía absoluta que queda en Europa. Se trata, pues, de una institución anacrónica. Y si pensamos en la Iglesia como institución religiosa, nos vemos ante una realidad poco ejemplar. Porque una institución en la que todo el poder queda concentrado en un solo hombre es una institución en la que no es posible respetar los derechos humanos de las personas. De ahí, la contradicción: el Papa predica por todo el mundo los derechos humanos, pero en su Estado y en su institución no es posible ponerlos en práctica. Nunca como ahora nos habíamos dado cuenta de que la Iglesia vive anclada en un modelo de sociedad y en un tipo de cultura que ya no existe.

Y no cabe decir que todo esto se justifica por las palabras de Cristo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18). Ese texto se leyó, durante más de mil años, en la ordenación de los obispos. Porque la Iglesia pensaba entonces que Jesús había dirigido esas palabras a todos los apóstoles, no sólo a Pedro. Y el Concilio Vaticano II afirma que el sujeto de suprema potestad en la Iglesia es, no sólo el Papa, sino también el conjunto del episcopado (LG 22). Por eso el gran teólogo Y. Congar dijo que, durante el primer milenio, se tenía el convencimiento de que el poder pastoral había sido concedido igualmente al conjunto de los obispos. Lo que ocurre es que el Derecho Canónico ha concentrado todo el poder en el Papa. Pero sabemos que la estructura de la Iglesia no es jurídica, sino teológica. Y lo que está fuera de duda es que, en la Iglesia, lo jurídico no puede prevalecer sobre lo teológico. El día que esto quede resuelto, no se volverán a presentar situaciones tan penosas como la que estamos viviendo con motivo de la enfermedad de este Papa ejemplar. Pero quede claro que la ejemplaridad personal no suprime el anacronismo social y la contradicción organizativa en que hoy vive la Iglesia Católica.

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