Aprender a leer y escribir en la mili
Campaña Mundial por la Educación. Melilla (del 21 al 26 de abril)
Siempre me he considerado una persona con suerte para los asuntos fundamentales de la vida (la familia, los amigos, el trabajo, etc.), no así para los juegos de azar en los que soy una auténtica ruina. Una de las manifestaciones de mi fortuna ha sido que desde niño he estado estimulado para el aprendizaje de todo tipo, aunque en los ambientes en que me crié la asistencia a la escuela primaria no estaba ni mucho menos generalizada y de haber nacido en otra familia podría haber sido de los que no se hubiesen dedicado al trabajo intelectual.Bien, pues a pesar de esas limitaciones ambientales, tuve la suerte (suena raro llamarle hoy así) de meterme en una especie de espiral de escolaridad que me llevó a estudiar el Bachillerato y Magisterio sin salir de mi pueblo, prácticamente sin darme cuenta, con la preparación que junto a otros compañeros recibíamos de un grupo de jóvenes maestros. Me concedieron una beca y cuando acordé estaba estudiando Pedagogía en Valencia. De allí a la mili, y nada menos que a Melilla, donde, por cierto, sigo encantado.
Durante mis estudios había tenido información sobre las tasas de analfabetismo en nuestro país (estoy hablando de mediados de los años setenta del siglo pasado) y conocía a personas mayores, algunas muy cercanas, que no habían podido aprender a leer y a escribir, pero no a alguien de mi edad. Al llegar al servicio militar comprobé que existían, y que no eran pocos. Durante todo el día eran mis compañeros y amigos en todos los avatares que acontecían en la vida de la tropa de aquella época y, cuando había confianza, nos pedían ayuda para escribir a casa. Entonces ocurrió que algún mando tuvo un alarde de racionalidad y se organizaron clases de alfabetización. Bueno la denominación era más dura y despectiva, pero vamos a pasarla por alto porque lo más valioso fue la idea y la experiencia.
A las pocas semanas nos llamaron a los maestros y, en mi caso, al ser además pedagogo, me encargaron algo así como la coordinación de todo aquel plan. Por cierto, pude comprobar que eso de pedagogo era -y en gran parte sigue siendo- un enigma. Como alumnos acudieron muchos más compañeros de los podíamos esperar. Recuerdo que trabajamos con el método de las palabras generadoras de Paulo Freire en grupos de 8 a 10 y aprovechábamos las letras-ficha que formaban parte de los juegos del Intelec que había en el cuartel (no recuerdo bien si en la cantina o en otra estancia) como material didáctico para ir formando palabras nuevas con el cambio de alguna letra, a partir de una palabra generadora.
Al poco tiempo los resultados fueron sorprendentes y altamente positivos, ya que la mayoría de los compañeros mostraban importantes avances, debidos más a sus buenas capacidades y su motivación para estos aprendizajes que a nuestra pericia como formadores. La gran mayoría de ellos pudieron empezar a escribir sus primeras cartas a sus familias y a leer sus primeros libros. Recuerdo con especial nitidez el caso de un compañero, mi amigo Antonio, cuando me vino a buscar para enseñarme, emocionado, la carta que había recibido de su novia como respuesta a una -la primera- que él le había escrito con algo de ayuda. A aquel muchachote de casi dos metros se le saltaron las lágrimas de emoción y agradecimiento y nos fundimos en un abrazo que todavía recuerdo con intensidad afectiva.
Aquella experiencia me sirve muchas veces como referente para rebatir íntimamente todo ese tipo críticas superficiales que se vierten sobre la utilidad de la educación y la Pedagogía, y para poner en valor la importancia de una educación pública universal y de calidad a lo largo de toda la vida.
Melilla, 8 de abril de 2009
Sebastián Sánchez Fernández. Profesor de la Universidad de Granada (Delegado del Rector de la UGR en el Campus de Melilla)
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