CULTURA
El Almirante no descansa en paz
El español Miguel Ruiz Montañez construye en La tumba de Colón una novela de intriga que parte de la polémica por el destino de los restos
JULIO CASTRO/COLPISA. ENVIADO ESPECIAL A SANTO DOMINGO
El Almirante no descansa en paz
Un miembro de la Marina de guerra dominicana monta guardia en el mausoleo donde se encuentra la urna de plomo que contiene los presuntos restos de Colón. / ORLANDO BARRIA-SANTO DOMINGO
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EL LIBRO
Título: La tumba de Colón.
Autor: Miguel Ruiz Montañez.
Editorial: Ediciones B.
Páginas: 368.
Precio: 17,5 euros.
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«Reitero», dice el gobernador del Faro a Colón, Andy Mieses, y lo remarca con el brazo derecho. «Los restos auténticos del Almirante son los nuestros. No tenemos duda, y por tanto no hay nada que demostrar ¿Para qué tendría que abrirme el pecho si yo ya sé que mi corazón es mío?». Mieses, orondo y poco acostumbrado a las preguntas incisivas, transpira visiblemente y otea al horizonte, como si deseara estar a muchos kilómetros de allí. No entiende a qué tanta insistencia en el ADN, pues, ¿acaso no son las crónicas históricas una prueba científica irrefutable?
La culpa involuntaria del mal trago la tiene el escritor español Miguel Ruiz Montañez, por reavivar con su primera obra, La tumba de Colón (Ediciones B), una polémica que dura ya siglo y medio. ¿Sevilla o Santo Domingo? ¿En qué ciudad reposan hoy los huesos del descubridor de América? Ruiz Montañez zanja la cuestión en las diez primeras páginas: en una o en la otra. Y por eso, los ladrones de su libro roban ambas reliquias; por si acaso.
Pero eso no libera al licenciado Mieses del acoso de una docena de impertinentes periodistas españoles. Tras él, un grupo de operarios se afana en asear el mausoleo que contiene la urna colombina, una especie de tarta nupcial de mármol y nueve metros de altura que data de finales del XIX. Les quedan pocos días para la celebración del 514º aniversario del Descubrimiento, que este año coincide con el V centenario de la muerte del Almirante. Ante la urna de plomo negro monta guardia, inmóvil, un soldado dispuesto a defenderla mejor que el guachimán (vigilante) de la novela a quien se la roban. El conjunto lo alberga un monumento faraónico que mandó construir el presidente más popular del país, el doctor Balaguer, con motivo del Quinto Centenario. Un mamotreto con la longitud de dos campos de fútbol y la anchura de uno, que desde el aire tiene forma de cruz, y que inauguró con una misa multitudinaria -como Dios manda- Juan Pablo II. Desde sus 30 metros de altura parten decenas de rayos de luz que proyectan al cielo nocturno del Caribe el símbolo cristiano.
Quienes lo idearon pensaban en todas las noches, pero la factura energética manda. Ahora, el Faro solo luce cada 12 de octubre, el Día de la Raza, que es la denominación que Andy Mieses sigue dando a tal fecha.
«Es que cada vez que se ilumina el Faro, medio Santo Domingo se queda sin energía», explica Carlos Salvador. Guía turístico entusiasta de su trabajo, a Carlos, que en toda su vida solo ha estado un día en España, le encantaría visitar Sevilla para hablar con más conocimiento de lo que explica a diario al otro lado del Charco.
De hecho, se queda conmocionado cuando se entera de que Palos y Moguer son dos ciudades distintas y a la primera la marisma le ha comido el mar, dejando en seco el muelle de donde, un lejano 3 de agosto de 1492, partieron una nao y dos carabelas. «¿Y yo sin haberlo visto!», lamenta.
Si fuera inglés…
El tipo de pasión que mueve a Carlos fue lo que llevó a Miguel Ruiz Montañez a interesarse por una figura, la de Cristóbal Colón, que «los españoles tendríamos que reivindicar, y no estar acomplejados». «Si la tuvieran los franceses -añade-, no veas. ¿Y los ingleses, ellos que hicieron sir a Francis Drake, que era un pirata!» El autor malagueño comprobó que en la República Dominicana, aunque mejorable, la afición al Almirante era mucho mayor que en España. No en vano, descubrió la isla (La Hispaniola) en su segundo viaje, regresó en el cuarto y pidió ser enterrado allí.
Su nuera, María de Toledo, se encargó de trasladar desde la península sus restos, que quedaron depositados en la catedral de Santo Domingo, la primera construida en América. Danilo, el cicerone del templo, explica hoy con orgullo el lugar del presbiterio donde reposaron, junto a los de su hijo.
Mientras cuenta que el corsario Drake utilizó la nave central como establo y que intentó quemar esa cruz de allí, la que levantó Diego Colón, hasta que vio que no ardía, relata el origen del malentendido dominicano-español: «Cuando los franceses invadieron esta parte de la isla, ustedes desenterraron una urna y se la llevaron a Cuba, y de ahí, tras la independencia cubana, a Sevilla. Pero en 1877 unas obras ponen al descubierto otra urna. El cardenal Billini la abrió en presencia de las autoridades, entre ellas el cónsul español, y una nota decía que allí estaban los huesos del Almirante. ¿Los españoles se confundieron de urna!».
A Ruiz Montañez no le extrañaría que, en realidad, las cenizas estén repartidas en ambas tumbas, porque «la Universidad de Granada que realizó el estudio de ADN asegura que en Sevilla solo está el 15% del esqueleto». El jefe de ese equipo, José Antonio Llorente, confirmó hace unos días al escritor que, en efecto, era una hipótesis muy razonable. Al licenciado Andy Mieses le parece bien, pero sigue sin ver necesario el análisis de los restos que custodia. «No hemos recibido ninguna solicitud del Estado español, así que, ¿para qué?». Desde los 31 metros de altura del Faro, los pesos que se dejan sus 12.000 visitantes mensuales contemplan con regocijo la fría urna de plomo.
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