El año que vivimos peligrosamente
Imagine una suma de dinero equivalente a casi 6 veces el Producto Interior Bruto (PIB) de toda África. O lo que es lo mismo, la riqueza generada en un año en China, que es la tercera o la cuarta economía mundial, según el criterio con que se mida. Estamos hablando de unos 4 billones de dólares, lo que viene a ser también más del triple del coste económico de la Segunda Guerra Mundial, la mayor catástrofe vivida en el planeta desde que lo habita el ser humano. Pues bien, esa suma es lo que se han gastado los gobiernos y las instituciones supranacionales en los últimos doce meses para evitar el descalabro del sistema financiero internacional. Un precio que es tan difícil de imaginar como de pagar, y que ha ido acompañado de la crisis económica más profunda desde el \’crac\’ del 29. Un año después de la quiebra de Lehman Brothers, el mundo comienza a respirar pero las grandes medidas anunciadas por los gobiernos más importantes para embridar un sector en el que demasiadas firmas estaban desbocadas no aparecen por parte alguna. No hay reformas porque no ha habido un consenso real sobre su necesidad, y porque en cuanto el abismo se ha visto algo más lejos los defensores de la desregulación han comenzado a sacar la cabeza.
El anuncio de la quiebra de Lehman Brothers, el 15 de septiembre de 2008, llegó tras un fin de semana de gran agitación en el que se habían multiplicado los contactos para tratar de que algún gigante de la banca se hiciera cargo de la firma y de Merrill Lynch, otro dios del universo de la banca de inversiones convertido en ídolo de barro. Bank of America se hizo cargo de Merrill, pero no hubo salvavidas posible para Lehman. Aquel lunes, en apenas unas horas, Wall Street pasó de respirar con alivio al enterarse de la primera operación a hundirse en la depresión al conocer el fracaso de la segunda.
Los analistas del sector consideran, a toro pasado, que es probable que ni siquiera la autoridad monetaria estadounidense fuera consciente de las consecuencias de dejar caer a Lehman Brothers. Con ser muy grande -aunque ni de lejos de las más importantes del mundo-, el mayor peligro de la quiebra de esta entidad residía en que había logrado contaminar la banca de casi todo el mundo, al poner en circulación una cantidad ingente de activos tóxicos. Todo ello fruto de una ingeniería financiera que había derivado en irresponsabilidad, una excesiva concentración de riesgos, la flagrante falta de vigilancia de las autoridades monetarias de medio mundo, el despiste inverosímil de las agencias de calificación y el patético desconocimiento de muchos compradores respecto de unos productos que creían de toda solvencia.
La secuencia de acontecimientos registrada desde aquel día se resume en pocas palabras: intervenciones estatales de numerosas entidades financieras, inyecciones masivas de dinero público en forma de préstamos y compra de acciones, y una liquidez desbordante puesta a disposición de las entidades para evitar que el efecto dominó colapsara el sistema. Las bolsas mundiales han perdido en estos doce meses algo más de la mitad de su valor. Dinero quemado aunque sólo sea como un apunte contable, que es preciso añadir a los 4 billones de dólares completamente reales inyectados en el sistema financiero. Parte de esas cantidades se recuperarán -de hecho, algunos bancos estadounidenses ya han comenzado a devolver sumas aún modestas-, como destacan fuentes del sector financiero, pero muchos millones se irán por el sumidero.
Daños nada colaterales
Eso en cuanto a la economía financiera. La economía real, según datos del Banco Mundial, se ha dejado en este año más de seis puntos de PIB, que es la diferencia entre el crecimiento que se habría producido en condiciones normales y el decrecimiento real.
También se puede expresar en términos menos abstractos: hoy se registran en el planeta aproximadamente 50 millones de parados más que hace un año por efecto de la crisis; la inversión ha sufrido una caída sin precedentes desde el final de la Segunda Guerra Mundial, con ritmos anualizados que han rozado el 40% en Estados Unidos, según datos del Banco Mundial. Además, la demanda de productos duraderos se recortó un 20% en el mundo occidental y el ahorro se ha disparado, en buena parte como medida de precaución ante un futuro más incierto que nunca. Aún no se puede decir que esta recesión sea más profunda que la de 1929, pero entonces no se produjo el desplome a tal velocidad.
¿La economía mundial es hoy más sólida que la tibia mañana de finales de verano en que una escueta nota anunció que los abogados de Lehman habían presentado la documentación precisa para acogerse a la ley de quiebras? «Hay una lección que hemos aprendido: estuvimos al borde del abismo y ya sabemos que no se puede dejar caer un banco tan interconectado con el sistema financiero internacional, por alto que sea el precio de evitarlo», sostiene Santiago Carbó, catedrático de Análisis Económico de la Universidad de Granada y asesor de la Reserva Federal en Chicago. A su juicio, la experiencia ha demostrado que los costes de consentir el desplome son siempre mayores que los de sostener la entidad. Pero la caída de un banco es la consecuencia, y los expertos apuntan hacia la causa. ¿Por qué quebró Lehman Brothers? Y lo que es aún más importante, ¿podría volver a suceder?
Los especialistas no lo ven probable. Pero esa relativa seguridad obedece más a ese concepto de \’lección aprendida\’ del que habla Carbó que al hecho de que se hayan adoptado medidas concretas. Porque éstas, pese al solemne anuncio hecho en Washington en noviembre -aún con el miedo en el cuerpo- y al más matizado en Londres al comienzo de la primavera, aún no han llegado. O no lo han hecho en lo sustancial.
Desacuerdo casi total
José Miguel Rodríguez Fernández, director del Departamento de Economía Financiera de la Universidad de Valladolid e investigador con larga experiencia en temas de supervisión bancaria, lo explica con crudeza. «En realidad, pese a las declaraciones solemnes que hubo, no hay acuerdo sobre casi nada. Las discrepancias entre el mundo anglosajón y la Europa continental en esta materia son muy grandes», añade. Además, advierte de que una vez pasado lo peor de la crisis «hemos observado algo que muchos temíamos: que es muy difícil luchar contra la cultura desrreguladora que se había instalado en los mercados».
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