juan a. estrada catedrático de filosofía de la universidad de granada
Un papa de convicciones
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DECIR lo que se piensa, pensar lo que se dice y vivir de acuerdo con las convicciones no son rasgos frecuentes en la sociedad actual. Es más fácil ajustarse a las modas ideológicas y sociales, seguir a la mayoría y asumir los dictados de los medios de comunicación. Mucho más las personalidades públicas, dependientes de su popularidad, que procuran decir lo políticamente correcto. Juan Pablo II pertenece al primer tipo, de ahí la autenticidad, el respecto y la capacidad de liderazgo que le reconocen incluso muchos que no comulgan con sus ideas. El contraste entre Pablo VI, mucho más dubitativo y más intelectual, y Juan Pablo II, enérgico, decidido y menos ilustrado sobre la complejidad de las sociedades desarrolladas, resalta más su personalidad.
Ha sido un papa que ha sabido nadar contra corriente, a veces certeramente otras equivocándose, como cualquier persona. Ha sabido enfrentarse a grandes movimientos de opinión, creados o respaldados por instancias políticas. Desde el principio, se opuso a la reciente guerra en Iraq, antes de que se supiera que los motivos para la guerra fueron una farsa, y, de la misma manera, se enfrentó al pueblo nicaragüense y su gobierno en 1983, convergiendo entonces con Estados Unidos. Fue el gran referente en la lucha contra el gobierno comunista polaco y también uno de los primeros en reconocer la independencia de Croacia, agravando así la crisis y la guerra resultante en Yugoeslavia. Fue un papa internacional y asumió un liderazgo moral y político en países con gobiernos totalitarios, y fue también el propulsor de una constitución absolutista del Estado Vaticano en la que no hay separación de poderes. Fortalecer a la Iglesia como Institución respecto de los Estados y gobiernos fue una de sus preocupaciones y también uno de sus logros.
A nivel intraeclesial es donde su pontificado ha sido más polémico. Quiso acabar con el desorden del tiempo postconciliar y para ello se unió a las corrientes más tradicionales de la Iglesia. Repotenció la Sagrada Congregación de la fe (el Santo Oficio de la Inquisición), que había perdido fuerza con Juan XXIII y Pablo VI y reformó e internacionalizó la curia, cuya autoridad reforzó a costa de las iglesias nacionales. Dio mayores poderes a los nuncios y afirmó el control romano sobre las iglesias locales. En sus nombramientos episcopales escogió sobre todo a personas tradicionales y de probada fidelidad a Roma, a costa de personalidades críticas, capaces de decidir por sí mismas. Reafirmó la espiritualidad, prácticas y devociones tradicionales, que habían caído en desuso tras el Vaticano II, y multiplicó los pronunciamientos y documentos teológicos. Buscó dar identidad y cohesión a una Iglesia que había entrado en crisis, luchando por la homogeneidad doctrinal y ministerial del catolicismo en todo el mundo. Se puede hablar de su pontificado como el de la omnipresencia del papa en todas las iglesias, en los asuntos controvertidos y en el fomento de la moral, la espiritualidad y la teología.
La doctrina oficial católica ha sido mucho más beligerante y ha jugado un papel relevante en las controversias culturales. Este es un logro de Juan Pablo II, pero su opción por la tradición ha estado más en línea con el antimodernismo tradicional que con la renovación (aggiorna-mento) iniciada por el Vaticano II. El resultado es incierto y polémico. La iglesia cuenta más a nivel internacional en los conflictos morales e ideológicos de nuestro tiempo, pero el catolicismo vive una crisis profunda que, en parte, está causada porque sus doctrinas y moral están desfasadas. Ha habido una papalización de la Iglesia y se ha reforzado su dependencia de una persona. Esto tiene costes en el contexto de la globalización, en el que hay que conjugar lo local y lo universal, y es causa de bloqueos a nivel ecuménico. Juan Pablo ha sido el último papa del siglo XX, no sólo cronológicamente, sino en cuanto que respondía a un contexto que ya no es el del tercer milenio. Su Pontificado se orientó más en la línea de Pío XII que de Juan XXIII o Pablo VI, y deja un legado complicado a su sucesor, ya que la crisis del catolicismo es patente, sobre todo respecto de las generaciones jóvenes y los sectores más dinámicos de la sociedad, así como del mundo intelectual y de la cultura. No cabe duda, sin embargo, de su autenticidad y valentía para afrontar los problemas. Es innegable su identidad cristiana, muy marcada por la devoción mariana, y su convicción de que el cristianismo tiene respuestas para el hombre de hoy. De ahí su testimonio personal, el ejemplo que ofrece a cristianos vergonzantes y la sintonía que genera en cristianos y los que no lo son. Vivir y actuar de acuerdo con sus convicciones y luchar por ellas es un ejemplo que nos deja, en una Iglesia en la que sigue habiendo mucho miedo y a veces cobardía que se disimula como prudencia.