juan a. estrada catedrático de filosofía de la universidad de granada
El Papa: necesidad y problema
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EL rey ha muerto, viva el rey! Éste es un pronunciamiento usual en las instituciones monárquicas. También compete a la Iglesia, gobernada por la monarquía pontificia. Al tiempo que se presentan balances sobre el Pontificado de Juan Pablo II comienzan las especulaciones sobre los papables. Los Papas mueren, la Iglesia permanece y la vida sigue su curso. Algunos proponen retratos del Papa ideal, para unos un continuador de Juan Pablo II, otros se decantan más por el modelo de Juan XXIII o, en menor medida, por el mismo Pablo VI. Sin duda el cambio de papa es decisivo. No sólo porque hay una renovación masiva de cargos de libre designación papal, sino porque toda la orientación de la Iglesia depende de los designios de un solo hombre. La escritura y la tradición limitan al Papa, pero su competencia es casi omnímoda, y los textos bíblicos y dogmáticos se prestan a muchas interpretaciones. En realidad, es la voluntad del soberano la que hace la ley, como en el Medievo, y la interpretación oficial se impone, tenga o no el aval de los textos. De ahí el peso total del nuevo papa.
El papado es necesario para la iglesia católica, es decir, universal. La era de la globalización y la interacción del mundo hacen más necesario un gobierno central que vele por la unidad. Es un ministerio exigido por la pluralidad, para que posibilite la comunión y la permanencia en la identidad. Es el que tiene que velar por las iglesias con más problemas; el líder nato para la misión y la reevangelización; el tribunal de apelación para los conflictos; el legislador universal por encima de los particularismos; el presidente del concilio ecuménico, el patriarca latino y el primado de todos los obispos. Y sobre todo es el obispo de Roma. Todo se ha mezclado en el segundo milenio (obispo, patriarca y papa) y el resultado es la institución papal actual.
Por eso el papado es también el gran problema para la unidad de los cristianos, porque se ha transformado en una monarquía absoluta. Es la primera paradoja de un ministerio de unidad, que la bloquea. Es también el factótum que impide la colegialidad de los obispos, la autonomía de las iglesias nacionales y la pluralidad de iglesias con derecho, liturgia, ministerios e instituciones diferentes. En torno al papa se ha creado una organización centralizada, burocrática y con clara tendencia a la uniformidad, una curia intervencionista en las iglesias nacionales, y que nombra y controla a todos los obispos. Los Papas pasan y la curia permanece. Éste es parte del problema y las demandas de reforma siguen sin ser atendidas a lo largo ya de muchos siglos.
La actual forma de primado es una gran carga para la Iglesia, merma su credibilidad y erosiona su dinamismo evangelizadora. Es la herencia que nos ha dejado el segundo milenio, pagada con herejías, cismas y huidas de comunidades enteras que no podían identificarse con el curso eclesial. La eclesiología se convirtió en jerarcología y finalmente en papalogía, favoreciendo el culto a la personalidad y la papalatría. El Vaticano II quiso superarlo e intentó dinamizar la Iglesia en base a promover a los laicos, favorecer el ecumenismo y asumir los derechos humanos, dentro y fuera de ella. A este legado hay que añadir nuevos retos: la igualdad de la mujer y el varón en la Iglesia; la democratización eclesial y la potenciación de la comunidad; la apertura a las religiones no cristianas; formas plurales de ejercer el ministerio sacerdotal; la revisión de la antropología, y con ella de la moral sexual y la bioética; una teología libre y que no sea desplazada por la jerarquía; y un cristianismo inculturado en Asia, África y América.
Para esto hace falta un nuevo Papa. Y también otra forma de ejercer el pontificado. La actual estructura está obsoleta –al margen de la persona concreta que la ocupe– y es una piedra de escándalo para muchos. Hay que redefinir las instancias universales y locales, como ocurre con la globalización y la localización. La verdadera reforma de la Iglesia tiene que ser institucional. Necesitamos un papado creíble, como obispo de Roma y sucesor de Pedro, más que vicario de Cristo Rey. El Papa no es el obispo universal ni el padre de toda la iglesia, sino que preside a una comunión de iglesias autónomas. El papado es el problema, y un Papa nuevo puede ser el comienzo de la solución.
Ante la elección de un nuevo Papa, la clave no es si es conservador o progresista, europeo o no, joven o anciano. Lo que urge es que se autolimite, que cambie la institución papal y rompa la dinámica de concentración de poderes acumulados en siglos. Hay que crear un nuevo marco que haga a la Iglesia menos dependiente de la voluntad de un solo hombre, crear contrapesos al papa (como los patriarcados y el mismo Concilio), respetar al principio de subsidiariedad y despapalizar la Iglesia. Hay muchas voces silenciadas, dentro y fuera del catolicismo, de obispos, teólogos y laicos que reclaman una nueva institución papal. Por eso, la gran pregunta no es por la persona del pontífice, sino por la reforma del Papado en sí mismo, al margen de quien lo ocupe. De ella depende, en buena parte, el futuro de la Iglesia católica en el siglo comenzado.