josé m. castillo catedrático de teología dogmática de la universidad de granada
El Papa y el ejercicio del poder
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SEGURAMENTE nunca un Papa tuvo tanto reconocimiento mundial y tanta popularidad como ha tenido Juan Pablo II en su largo Pontificado. Y, sin embargo, también es lo más seguro que nunca un Papa, al final de su vida, dejó una Iglesia en la que se plantean tantas preguntas y en la que nos cuesta tanto trabajo encontrar las adecuadas respuestas.
Por supuesto, sería insensato buscar la solución a esta aparente contradicción cargando la responsabilidad de lo que estamos viviendo sobre la figura excepcional de Juan Pablo II. A mi modo de ver, para explicar lo que está pasando en la Iglesia y se ha puesto en evidencia con la penosa enfermedad y el fallecimiento de Juan Pablo II, conviene recordar cuatro hechos que están a la vista de todos: 1) Un papado fuerte, autoritario y (para muchos) ejemplar no produce una Iglesia fuerte , con autoridad y ejemplaridad. Los muchos problemas que hoy tiene la Iglesia demuestran sobradamente lo que acabo de indicar. 2) El éxodo masivo, creciente y silencioso de creyentes que abandonan la Iglesia se explica, en gran medida, porque las gentes que viven en las sociedades avanzadas muestran una confianza cada vez menor en las iglesias, asisten cada vez menos a los templos y dan menos importancia a la religión organizada (R. Inglehart). 3) Aumenta de día en día la tendencia a vivir la religiosidad y las creencias al margen de toda institución. La gente no aguanta el autoritarismo y el dogmatismo de muchos dirigentes religiosos. Porque, como se ha dicho acertadamente, en materia religiosa, avanzamos hacia la pervivencia de una espiritualidad y de unas formas de religiosidad que se alejan de la influencia de la Iglesia (Millán Arroyo). 4) Las organizaciones religiosas están experimentando un fuerte proceso de adaptación a las exigencias de las sociedades tecnocráticas, a través de una progresiva sustitución de formas elementales y coercitivas de identidad y pertenencia religiosa por formas más complejas y autónomas de religiosidad (J. Pérez Vilariño).
Estos hechos están ahí. Se pueden, desde luego, explicar de muchas formas. Y se pueden enunciar desde diversos puntos de vista. Todo eso se puede hacer. Pero los hechos, como tales, creo que son enteramente objetivos. Y, sin embargo, ahora somos muchos los que tenemos la impresión de que un hombre tan profundo, tan experimentado, tan fuerte, como Juan Pablo II no ha orientado su Pontificado para dar la respuesta que estaba a su alcance dar en una situación así. Ni Juan Pablo II lo ha hecho, ni los más altos dignatarios de la curia romana, ni una gran parte del episcopado mundial.
Seguramente no ha sido posible hacer otra cosa. Sea lo que sea de esta problemática cuestión, es evidente que Juan Pablo II, desde su dura experiencia de la Iglesia en Polonia, acosada y atormentada por el nazismo y el comunismo, ha gestionado los asuntos de la Iglesia de manera que ha favorecido decididamente a personas y a grupos que han optado por la sumisión incondicional a la autoridad romana, al tiempo que se ha distanciado o incluso ha ignorado a quienes han querido vivir el Vaticano II en su integridad (y por tanto, en lo que aquel concilio tuvo de innovador), lo que ha dificultado seriamente la debida recepción del Concilio en la Iglesia.
Por otra parte, es verdad que Juan Pablo II ha mostrado una seria preocupación social, cosa que se ha hecho evidente en sus documentos sobre la justicia en el mundo, la paz y los derechos humanos. Pero tan cierto como eso es que ha mantenido las mejores relaciones posibles con no pocos líderes mundiales que han sido responsables directos de graves injusticias, de guerras y de violaciones a los derechos humanos. Yo estoy seguro de que el Papa ha actuado así porque así es como él creía que tenía que actuar. Su honestidad personal, su firmeza y su entrega están fuera de duda. El problema está, seguramente, en que él ha querido una Iglesia fuerte, unida bajo el mandato del Papa, como un bloque firme ante la secularización de la sociedad. Pero quizá eso mismo es lo que le ha impedido ver los problemas de fondo que antes he apuntado.
De ahí el ambiguo sentimiento de una profunda admiración y estima, al tiempo que son muchos los cristianos y gentes de este mundo que quizá hubieran necesitado no sólo palabras de firmeza y autoridad, sino también el diálogo y la cercanía de quien se ve comprendido en una situación de cambio tan rápido y tan profundo como el que estamos viviendo.