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Clemente y los monstruos

Clemente y los monstruos

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RECUERDO vivamente el día en que nos excomulgó el papa Clemente del Palmar de Troya. Estábamos reunidos en uno de los auditorios de la Universidad de Granada que cobijaban aquellos permanentes banquetes culturales –conciertos, proyecciones de películas prohibidas aún por la censura– en los años posteriores a la muerte del dictador. Carlos Cano, en el escenario, a solas con su guitarra, anunció al inquieto y bullicioso público que aceptaba cantar Clemente el vidente, pero antes advirtió que todos, por el mero hecho de escuchar, no ya de corear, la canción, quedaríamos excomulgados. Ahora evoco a Carlos sacando de un bolsillo el telegrama y dando lectura a aquella peregrina admonición firmada por el jefe de aquella fantástica congregación de majaretas. Luego tomó su guitarra y después del rasgueo inicial, comenzó la canción que fue secundada festivamente por toda la audiencia. Mientras unía mi voz al coro unánime sentí una extraña satisfacción porque comprendí que el hecho de estar siendo excomulgado en aquel instante mediante un incomprensible sistema telepático quería decir que yo pertenecía de un modo no menos misterioso a aquella facción de iluminados que ahora me desheredaban. Eran años de compromiso, pero también de buen humor. Luego Clemente se quedó ciego y comenzó, con su corte de cardenales, obispos y obispillos, sus deslumbrantes paseos por medio país que aprovechaba, con la misma pasión, para hartarse de langostinos o para llamar puta a la patrona del lugar, lo que desataba la ira sagrada de los lugareños que en algún sitio lanzaron el coche al río. Recuerdo la visión fugaz del papa ciego y su corporación por el entorno de la Catedral de Granada un domingo de primavera. Clemente fue una metáfora de la transición, una especie de símbolo grotesco de todos aquellos iluminados que ensalzaban al dictador como forma de resistencia ante los avances de las libertades.
Afortunadamente el papa Clemente fue más estrafalario que buen predicador y en vez de fundar una congregación cerrada instituyó una iglesia irracional a la que, al menos yo, me he mantenido fiel en calidad de ateo y excomulgado.

Me pregunto cuántos Papas Clementes, igual de fanáticos pero menos dados a la representación festiva y al marisco, estarán exponiendo ahora mismo, en otros países del mundo, en otras religiones, con la furia de un savonarola redivivo, ante cientos de creyentes incultos, sus interpretaciones desbaratadas de los libros fundamentales. Y entonces uno sí siente un poco de miedo, miedo de las doctrinas monstruosas que inventa la exacerbación religiosa desmedida y un terror piadoso por los miles de crédulos alucinados que son capaces de llevar hasta sus últimas consecuencias las absurdas interpretaciones de sus cegados pontífices. En este sentido, la reivindicación de la laicidad no la guía un sentimiento de ingratitud contra los creyentes; es más bien una apuesta por la razón desnuda, exenta de credos, quimeras, visiones y presentimientos.

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