The Conversation | Autora: Doina Repede. Profesora de Lengua española, Universidad de Granada
A lo largo del tiempo, la risa ha sido mucho más que un gesto. Ha sido compañía y refugio cuando más falta hacía. Desde las butacas del cine hasta los escenarios de teatro y las pantallas de televisión, el humor ha formado parte del día a día de los españoles.
Pero hablar de la historia del humor en España es hablar, durante mucho tiempo, de una risa escrita, interpretada y controlada por hombres. Eran ellos quienes ocupaban el centro del escenario. Las mujeres, en cambio, quedaban reducidas a un segundo plano o, directamente, convertidas en la diana del humor.

De la alcahueta a los papeles de hombres
Cuando el teatro se consolidó como la gran máquina de entretenimiento popular, en los siglos XVI y XVII, la mujer ocupó sobre todo papeles cómicos muy definidos. Era la criada entrometida, la celosa desbordada, la beata hipócrita o la vieja alcahueta. Estos personajes funcionaban a la perfección para arrancar la risa del público, pero casi nunca se escapaban a la caricatura.
Aparte, las mujeres actuaban bajo una mirada de desconfianza social. Su presencia en escena estaba condicionada a normas estrictas. Debían estar casadas, tenían prohibido representar personajes masculinos y se las vigilaba con un fuerte control moral. Aún así, hubo mujeres que lograron imponerse con su talento en los corrales de comedias. Es el caso de María Calderón, Juana Orozco o Manuela Escamilla.
Otras fueron todavía más allá. Se lanzaron a hacer teatro de forma independiente, desafiando las normas sociales. Jusepa Vaca, Francisca Baltasara, María de Navas o Bárbara Coronel incluso se atrevieron a interpretar papeles masculinos. Esa valentía, sin embargo, les trajo más de un problema: escándalos públicos, escritos difamatorios e incluso castigos como el destierro o el encierro en conventos.
Pero el legado que dejaron hizo que otras mujeres pisaran con más fuerza las tablas
El lento reconocimiento
En el siglo XIX, el teatro permitió que ellas siguiesen estando presentes en el escenario, aunque no dejaba de ser un terreno dominado por los hombres. Además, cualquier intento por parte de las mujeres de salirse de lo establecido solía convertirse en motivo de burla. Al fin y al cabo, la sociedad no veía con buenos ojos que ellas aspirasen a ocupar un lugar que, según las normas de la época, no les correspondía.
A pesar de las trabas, las mujeres consiguieron abrir algunas puertas. Seguían representando personajes típicos de la vida diaria –como la chulapa madrileña, la vecina curiosa o la criada ingeniosa–, pero sus actuaciones, cargadas de un humor pícaro y popular, no se limitaban a entretener: servían como una forma de crítica hacia la burguesía, los políticos y las estrictas normas sociales. También trataban temas como las relaciones y el amor con ingenio, recurriendo al doble sentido y a un tono juguetón.
A través de los papeles encarnados por Balbina Valverde, Luisa Campos, María Tubau o Rosario Pino la mujer no solo se convirtió en protagonista en el escenario, sino también en figura pública reconocida.

Almanaque de los chistes. Doina Repede/Humtext, CC BY-NC
De vuelta al papel secundario
En los años 30 del siglo XX, la mujer seguía presente en el teatro, aunque cada vez tenía menos libertad en sus papeles. La dictadura y la censura limitaron enormemente el humor, y con ello la presencia femenina. Los personajes que solían interpretar eran, en su mayoría, los de siempre: vecinas chismosas, suegras entrometidas o madres arquetípicas.
En la radio tenían su espacio. Se las oían en seriales y adaptaciones de obras o radionovelas, pero su papel no era diferente y seguía reflejando normas tradicionales. En Matilde, Perico y Periquín, por ejemplo, Matilde, la madre, encarnaba el estereotipo de mujer preocupada por la casa, la familia y las apariencias sociales, aunque también podía ser protagonista de situaciones divertidas.
En la cultura popular surgieron figuras capaces de conquistar al público. Lina Morgan, con su humor gestual y su papel de pueblerina pícara e ingenua, llegó a convertirse en un auténtico icono.
Junto a ella, se remarcaron otras figuras femeninas como Gracita Morales y Rafaela Aparicio. Interpretaban a criadas que llegaban del pueblo y que no sabían desenvolverse en la ciudad y rara vez tenían la oportunidad de encarnar personajes más serios o complejos.
Del papel de ingenua al de objeto sexual
Con la llegada del humor televisivo a los hogares españoles, apareció también un fenómeno muy visible: la hipersexualización de la mujer.
Durante décadas, incluso ya entrados los años 2000, era común ver personajes femeninos representados con poca ropa: enfermeras con batas muy ajustadas o empleadas del hogar con faldas demasiado cortas. Y si la empleada se subía a una escalera, el instante servía, aún más, para hacer reír a carcajadas. Pero no dejaban de ser imágenes que reforzaban estereotipos muy arraigados en la sociedad.
Y no solo pasaba en la televisión: también en revistas y periódicos se repetía la imagen de la mujer hipersexualizada. Era un objeto de deseo, siempre al servicio del hombre, incluso cuando él no cumplía con los mismos estándares de belleza que se le pedían a ella.
Con la hipersexualización de la mujer llegó también el humor abiertamente machista, que solo buscaba la carcajada fácil. Los ejemplos abundan: “¿Ves ese coche estacionado torcido? Seguro que lo aparcó una mujer”, “El hombre mantiene, la mujer gasta”, “Las secretarias son bonitas, los jefes son inteligentes”, “A las mujeres no hay que entenderlas… hay que aguantarlas a golpes”.
Durante mucho tiempo, la violencia y la desigualdad pudieron disfrazarse de humor y sentirse a gusto.
A por el papel protagonista
Mientras abundaban chistes donde la mujer era objeto de burla o de violencia normalizada, había quienes daban la vuelta a las normas sociales. Es el caso de Rosa María Sardá en Ahí te quiero ver. La mujer ya no era la mandona pesada o la torpe doméstica. Ella era la esposa dominante, elegante y sarcástica. Y él, el esposo anulado, casi mudo.
Con la aparición del dúo cómico femenino Las Virtudes, a finales de los 80, cambió también la manera de mirar a la mujer en la comedia. Ellas recurrían a la exageración y el absurdo para sorprender al público y burlarse de las convenciones sociales. Además, quedó claro que las mujeres también podían contar chistes, y con mucho éxito, como Paz Padilla o Pilar Sánchez. El humor podía ser crítico, inteligente y con sello femenino. Ya no era cosa solo de hombres.
Una risa con nombre de mujer
Pero el verdadero cambio llegó, sobre todo, con la expansión de los monólogos. Eva Hache, Ana Morgade, Carolina Noriega o Virginia Riezu rompieron la lógica del humor tradicional. Ya no se trataba de encarnar personajes escritos por otros, sino de hablar en primera persona, con su propio guion, su propio estilo y su propia mirada crítica.
Hoy, las mujeres humoristas no solo nos hacen reír, sino que cuestionan estereotipos de género, se ríen de la vida cotidiana desde una perspectiva femenina. Y, muchas veces, utilizan el humor como herramienta de reivindicación. Aunque todavía hay menos mujeres que hombres, su papel ya no es secundario. Como demuestran los casos (y el éxito) de Eva Soriano o Henar Álvarez, son creadoras con voz propia. El camino no ha sido fácil, pero la risa, esa forma tan poderosa de resistencia y libertad, hoy suena cada vez más plural.
Porque si, como defendía el escritor francés François Rabelais en el prólogo de su obra Gargantúa (1534), “reír es propio del hombre”, usemos la primera acepción de la palabra de la RAE y digamos sí, es propio del hombre y de la mujer por igual.