Inicio / Historico

Marcos Ana, el poeta de las cárceles de Franco

Marcos Ana, el poeta de las cárceles de Franco

En 1965, la escritora Anna Seghers propuso a los asistentes de un Congreso que celebraban en Weimar, visitar Buchenwald, el famoso campo de exterminio nazi. Contemplando sus instalaciones, uno de ellos, Pablo Neruda, puso sus brazos sobre los hombros de un español, ex preso político, the poet of Franco’s jail (como se le conocía en Europa) y le dijo: “es increíble que a un hombre que ha vivido y sufrido lo que tu, todavía le queden lágrimas…”. Se habían conocido dos años antes, en Chile, en su casa de Isla Negra, donde tuvieron una larga velada. Entonces, tras escuchar su historia estremecedora, Neruda le dijo: “Somos unos insensatos, si hubiéramos encendido una grabadora, tendrías la base de un libro estremecedor”. Y añadió: “No debes tardar mucho en escribirla… Porque lo que no se escribe, se olvida”.

El protagonista y contertulio de aquella historia era Marcos Ana: “la voz de los presos del franquismo”. Pero a él le urgía más denunciar la situación de los presos que escribir su tragedia personal: “Ahora es imposible, Pablo, me debo a mis hermanos encarcelados…”. Él era el preso político que más años pasó en las cárceles de Franco, casi veintitrés. Allí le fue robada toda su Juventud y buena parte de la madurez, ingresó a los 19 años y salió a los 42. Durante muchos años, sus amigos, y algún cineasta, le presionaron para que escribiera su historia. Él siempre lo rechazaba, por “humildad o pereza”. Por fin la escribió hace apenas dos años: “Decidme cómo es un árbol. Memorias de la Prisión y de la vida. “Lo he escrito pensando especialmente en la juventud” dice este joven salmantino de 89 años. En la reciente Feria del Libro de Madrid lo estaba firmando. A su lado había un letrero: “El libro que Almodóvar llevará a la pantalla”.

Fernando Macarro Castillo, más conocido como Marcos Ana, nació en enero de 1920 en Alconada, (Salamanca). Es un superviviente excepcional de la guerra civil: “una leyenda de la resistencia”, dijo la periodista Nativel Preciado hace unos días, en un acto de la Plataforma por la concesión del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia 2009 a Marcos Ana. Él era uno de los miles de republicanos apiñados en el puerto de Alicante, “el último territorio republicano”, esperando los barcos prometidos que nunca llegaron. La guerra ya estaba perdida y huían de la muerte y de una feroz represión. Con ellos fue conducido a los campos de “Los almendros” y “Albatera”. Aprovechando el caos, logró escapar. Hubo un control, dio un nombre falso y se inventó una historia: dijo que él no era de los del puerto, que había dado una naranja a unos de los detenidos y que un soldado le dio un empujón y lo metió en la fila. Como era tan joven, la historia cuajó. Pero lo detuvieron en Madrid; un ex camarada que se había hecho confidente de la policía lo delató. Sufrió torturas en una de las comisarías “más siniestras” de Madrid, sita “en la calle Almagro 39”. Fue condenado a muerte, en dos ocasiones, acusado de “adhesión a la rebelión”. Pasó cientos de noches en vigilia esperando la “saca”. Le indultaron, condenándolo a 60 años.

En las celdas de castigo se hizo poeta: memorizaba sus versos que luego, en el patio, sobe un plato de aluminio las volcaba al papel: “era un arma para denunciar el drama de nuestras cárceles”. Estuvo en cinco penales, en ellos conoció a Miguel Hernández, a Buero Vallejo, y a otros. Entre las muchas humillaciones, “nos obligaban a asistir a los oficios religiosos y a cantar, varias veces al día, el Oriamendi de los requetés y el Cara al sol de los falangistas”. Vio cómo “hombres a los que no pudo destrozar la tortura, lloraban a escondidas por no soportar un drama familiar”. A uno de ellos le dedicó un poema. Confiesa que escribía “sin confianza, como un náufrago” y que unos compañeros “con solvencia poética y literaria” le animaban a escribir. Años antes de ser liberado, sus poemas (algunos escritos en papel de fumar), habían burlado los muros y eran publicados por comités de solidaridad en el exilio. “Yo no soy un poeta cultivado, sólo un hombre que escribe versos, un poeta necesario…”. El poeta Nicolás Guillén decía: “Ahí va Marcos con su cárcel y presos a cuestas”.

En las cárceles, el hambre hacía estragos y muchos enfermaban y morían. En alguna ocasión hicieron “huelga de hambre” negándose a comer el rancho: un caldo viudo (sin un trozo de tocino flotando) de berzas y nabos. “Te comías hasta las hierbas que crecían en las baldosas”. Pero también había hambre de cultura y ésta la saciaban a base de ingenio: crearon una tertulia literaria, clandestina, La Aldaba; y un periódico hecho a mano: Juventud. Una noche los guardianes sorprendieron a un joven leyéndolo y lo torturaron hasta que cantó; con este procedimiento llegaron hasta el cabecilla: Marcos Ana. Él asumió todas las responsabilidades, la policía lo tomó como “una provocación” (la letra y los dibujos delataban que había varias autorías). Lo torturaron pero no dio nombres. Allí realizaron “el acto más impensable en una cárcel franquista”: una representación teatral por el 50 aniversario del poeta Miguel Hernández. Una vez cerrada la galería improvisaron un escenario, acotaron con sábanas el recinto, y cientos de presos sentados en silencio sepulcral vieron la representación Sino sangriento mientras se escuchaban las pisadas de los centinelas. “Jamás tuvo Miguel Hernández un homenaje con tanta pasión, peligro y generosidad”.

Cuando el 17 de noviembre de 1961 abandonó la cárcel, él era el único de los 465 presos del penal de Burgos que reunía los requisitos del decretazo: “haber cumplido más de 20 años de condena ininterrumpida”. Salió con lo puesto y con un libro, camuflado bajo las tapas de un devocionario, el Canto General, de Neruda. Antes de franquear la puerta muchos compañeros le despidieron con este ruego: “No nos olvides. No nos olvides”.

Con la ayuda del PC consiguió salir del país y se instaló en París. Con los papeles de exiliado, su vida dio “un vuelco alucinante, inesperado” pasando “de la inmovilidad más absoluta, a la “vorágine”. Dedicó su vida a luchar por la amnistía y liberación de los presos. París lo recibió con un homenaje en la UNESCO. Llevó por Europa e Iberoamérica la causa de los presos políticos del franquismo. Lo reclamaron Parlamentos, Universidades, Ayuntamientos; el Manhatma Gandhi de Londres o el Festival Mundial de la Juventud en Helsinki… En el estadio Luna Park de Buenos Aires, a rebosar, la cantante Mercedes Sosa, con lágrimas en los ojos lo besó. La universidad inglesa de Leeds, lo nombró miembro de honor junto a Nelson Mandela y Martin Luther King. Lo recibían como un héroe y, para neutralizar su éxito, los del Régimen organizaron “campañas de insidias”, publicando “libelos difamatorios” que sólo encontraban eco “en la prensa más reaccionaria”. Pero esa “política de descrédito”, que “no encajaba con la humanidad de su mensaje, exento de rencores”, lo único que provocaba era ensalzar su figura.

De la cárcel de Porlier (colegio Calasancio), cuenta pasajes estremecedores; como, por ejemplo, cuando sacaban a los reos de madrugada, “con un tapón de madera en la boca, con un agujero” y los llevaban en los “camiones siniestros”, hasta el cementerio del Este (La Almudena). Cuenta el caso del joven que enloquecía al saber que sería enterrado sin ataúd. Lo supo por su hermana que acompañó a una amiga el día que fusilaron al marido de ésta; vieron, a escondidas, cómo “los cuerpos, envueltos en barro y sangre, eran empujados con los pies a la fosa común”. Ella, que le había pedido que fuera fuerte, le prometió llevarle un ataúd. Y lo cumplió, pero “se lo destrozaron a culatazos”. Fernando se prestaba voluntario para limpiar la sala donde pasaban la última noche los compañeros que iban a ser fusilados. Él recogía las “notas de capilla” que dejaban escondidas en ranuras habilitadas (por los propios presos) en las paredes. Mensajes “llenos de dolor y orgullo”. Conserva algunas, entre ellos una de Eugenio Mesón, dirigente de la JSU, dirigido a su esposa: “…Sí, llévame flores a la fosa común… Si llegas a tiempo, aunque esté frío, dame un beso…”.

A pesar de todo lo sufrido, Marcos Ana nunca guardó rencor: “…Preso desde mi infancia / y a muerte mi condena…/ Mas no hay sombras de arcángel / vengador en mis venas…”. Silencia el nombre del compañero que lo delató. Ya libre, sentía pudor por los homenajes que recibía: “pensaba en mis hermanos, los héroes oscuros…”. Rafael Alberti y María Teresa León, en una carta desde Argentina, le dicen: “… a veces ocurren esas cosas y un hombre, aunque existan otros con las mismas penas, resume en él los símbolos dispersos…”. Su vida ha seguido desarrollándose, sin descanso, “en la entrega total, sin reservas ni cálculos personales”. Aunque, dice, no faltan deseos, a sus 89 años, “de vivir ya sólo para sí, sin descolgar el teléfono, ni responder al correo”. Setenta años después de finalizar la guerra “el bosque de su generación se va despoblando poco a poco y yo sigo en pie como un árbol milagroso”.

A iniciativa de la Universidad de Granada, ha surgido una Plataforma para que le sea concedido a Marcos Ana el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 2009. Ahora que se acaba el tiempo para las víctimas, 70 años después de finalizar la guerra civil, es un milagro contar con la presencia de un superviviente excepcional, de 89 años: un hombre activo, sencillo, honesto, y valiente, que afirma convencido que “vivir para los demás es la mejor manera de vivir para uno mismo”.

Descargar